Si te criaste en los ochenta o antes es posible que tú o tu hermana o tu prima tuviese en casa alguna muñeca tipo Nancy en cualquiera de sus variedades. Una de esas quecas guapas y perfectas que ofrecían múltiples posibilidades a la hora de jugar como el levantarle los brazos y las piernas y tenerla sentada. O un bebé a lo Nenuco, qué cuco, o una de las Muñeca Repollo, aunque esas lo que es movilidad permitían poco.
Como es lógico, poco a poco los muñecos comenzaron a hacer más cosas, como hablar alguna frasecita cuando le pulsas la barriga, o al que podías alimentar con uno de esos biberones que parecían estar llenos y al darles la vuelta todo el líquido desaparecía como si el muñeco fuese un ñampa zampa que si te descuidas te muerde un dedo.
Ya en los 90 los muñecos comenzaron a ser más realistas, y también más escatológicos. Así, surgió, por ejemplo, el Baby Ñam de Feber, que comía galletas que tú le dabas por la boca y que le salían por el cogote, y que mientras las deglutía decía algo «ñam, ñam, qué rico», y luego encima si no le alimentabas empezaba a berrear «dame más, tengo hambre». El sueño de cualquier niña con aspiraciones a buena madre, la misma que quizá unos años después le pidiese a Papá Noel Loren, la muñeca con nombre eurovisivo a la que si mientras la peinabas le dabas un tirón se quejaba.
Pero entonces los sabios creativos de las casas jugueteras decidieron que era el momento de que en España diésemos un paso más, y que los muñecos deberían eructar tras tomar el biberón, peerse sin venir a cuento, mearse encima cual borracho a la salida de un tugurio o cagar como quien come huevos en mal estado.
Así, por ejemplo, nació Cocolín, el muñeco pedorro. Su anuncio se nos pegó como un chicle en el pelo a base de repetir aquellas vocecitas infantiles que coreaban “¿quién ha sido? ¿quién ha sido? Cocolín que se ha pedido». Tú toda la vida enseñando a tu hijo a no rajarse el culo en público y ahora gracias a la televisión se cree que tirarse un cuesco en mitad de la clase y enfadar a la profesora por ello es lo más.
Y es que Cocolín, si se daba el caso, se podía mear en la cara de tu hija o de tu hijo. Porque Cocolín Meoncete, que «tiene coco-colita» también orinaba, y si no sabías jugar muy bien podía echar un chorro de su pis con la fuerza de la manguera de un bombero, según se deducía de la publicidad televisiva de Jesmar para jugar. Además, tras mearte, al muñeco se le ponía el culo colorado y había que aliviarle limpiándole sus plastificadas nalguitas con agua.
Luego llegaría Cocolín Popó, que también cagaba, aunque por suerte, esta vez no te lo hacía en la cara. Mi sobrina lo tuvo, y era un Cocolín al que había que darle de comer una especie de papilla de chocolate; si no me equivoco, para que cagase había que subirle un brazo. Por supuesto, la deposición la hacía en un wáter de juguete y que que sonaba como una cisterna real. En este caso, la plasta se quedaba ahí pegada y luego, al acabar de jugar a las madres quitacacas había que limpiar con algún trapo húmedo.
Pero es que la escatología estaba a la orden del día, y si tu muñeco no echaba espumarajos por la boca o eructaba después de tomarse el biberón no valía un pimiento. Una moda que tuvo entre sus pioneros al Babby Hipo de Feber, que se tomaba su leche y luego había que esperar a que eructase. Lo más.
En los 90 hubo una moda de mascotas de juguetes, virtuales o no, por doquier. Desde el Tamagotchi al Furby, pasando por Gogó, la perra mecánica de pelo blanco que caminaba hacia adelante y hacia atrás, y que incluso contó con una réplica mini a la que sacaba a pasear Sindy, la competencia de Barbie. Y también había mascotas escatológicas, como el Pipi Max, un perrito muy gracioso que se te meaba encima.
Los noventa siguen vivos, y no porque haya libros en el mercado tan fascinantes como ‘No me toques los 90‘, sino porque en el mercado continúan los muñecos que se mean, se cagan y lo que surja (¿para cuando uno que tras tomar el biberón te de una ‘bocanada’ y te vomite la leche encima, como los bebés reales?).
Por ejemplo, existe el Baby Born Interactive, que según su descripción tiene «funciones muy parecidas a las de un bebé de verdad» y ello incluye mojar su pañal y mear en su orinal. Una cucada. O Baby Amore, de Giogi Preziosi, que presume de hacer pipí y caca, y que según la foto publicitaria hará a los niños disfrutar cambiándole los pañales. O igual no tanto, por la cara que pone la cría.
Mira que de niña ya me daban asquete pero es que ahora… Eso sí, cuando estoy con gente de mucha confianza y alguien se pee no puedo evitar cantar la canción de Cocolín