Antes de Netflix y antes de que se descargasen ilegalmente películas a cascoporro, casi en cada barrio existía un comercio llamado videoclub, que cada vez es más difícil de encontrar. Lo mismo que ocurre con las mercerías o las droguerías, que casi han desaparecido de la faz de las calles.
Si naciste aproximadamente en 1995 o antes sabrás y bien que los videoclubs eran un comercio donde se alquilaban películas, y que poco a poco fueron diversificaron su oferta vendiendo palomitas o papas fritas para disfrutar las películas, muñequitos de dibujos animados o cualquier otra fruslería. Debajo de mi casa había un videoclub que era casi una tienda de regalos (según su cartel era un videobazar) y lo mismo te vendía un DVD de Dirty Dancing que cassettes de gasolinera, guiones de cine, zapatillas Nike de dudosa legalidad o figuras de un elefante con la trompa para arriba, de esos que dicen que dan suerte si lo pones mirando hacia la calle.
Hasta los años cerenta, esa década después de los noventa y antes de la actual, el VHS fue el rey del videoclub, aunque para llegar al poder tuvo que desbancar a otros sistemas de vídeo, como el BETA y el 2000. En muchos videoclubs los dueños, para ahorrarse pelas, compraban una película original en uno de los formatos y hacían copias ilegales en los demás sistemas. Porque entonces ya había piratería, incluso dentro del sector. Eso, o el poner en alquiler películas que expresamente lo tenían prohibidos y que solo se podían ver en el ámbito doméstico; esto se debía a un canon que se pagaban por la explotación de las cintas, que las de alquiler tenían y las otras no. Recordemos que antaño la mayoría de las películas salían primero para alquiler, y meses después salía a la venta, salvo excepciones como las películas Disney. Cuando se lanzó al mercado doméstico ‘Titanic’ recuerdo que el videoclub BlockBuster que había en mi calle llegó a abrir a las doce de la noche para que fueses el primero en llevártelo a casa, como si tu vida pendiese de ver a Leonardo DiCaprio morir ultracongelado como los Nuggets del McDonalds.
Leyendo el libro de Javier Gassió ‘Cuando éramos felices y todo era una fiesta’, editado por Lungwer, descubrí además que los videoclubs llegaron a ser un punto de encuentro importante en el barrio, casi tanto como la barra del bar de la esquina, y hasta se hacían estrenos de las películas en alquiler a la que acudía algún famoso relacionado con el filme oportuno. Entre sus páginas vemos por ejemplo a José Sacristán y a Marisa Medina en videoclubs en calidad de estrellas invitadas, y a la prensa grabando esa presentación.
Además, en la obra (de tono nostálgico que también habla de temas como la Movida madrileña, el cine de destape o el cine quinqui, o lo que supuso el ‘Un, dos,tres’ de Mayra) se recuerda que no cualquiera podía tener un carnet de videoclub. Y es que el negocio debía garantizar que el cliente devolviese la película pasadas las 24 horas, y para que no hubiese cinéfilos a la fuga, pedían algún requisito más allá del DNI, como un contrato de alquiler o una factura de la línea telefónica. Y como también rememora Gassió, era frecuente que algunos títulos fuesen más demandados que otros, y que los clientes casi se diesen tortas por ser el primero en coger algún taquillazo cuando el dependiente de turno lo soltaba en la estantería, en plan “ahí os matéis por llevaros los ‘Gremlins’ a casa”.
Con los videoclubs se podía tener cierta picaresca que a la larga podía pasar factura. Un clásico era el devolver una película tarde y sin dinero para el recargo, alegando que ya se pagaría otro día -y claro que debías saldar la deuda si querías volver a alquilar-, o incluso alquilar una película, verla entera y seleccionar una parte donde la imagen estuviese más deteriorada y pedir que te la cambiasen por otra. Confieso que alguna vez alquilé una película de miedo, la veía, y luego baja diciendo que mi madre no me dejaba ver eso y que si me la podían cambiar por otra.
Cualquier videoclub en condiciones separaba su género por categorías, tipo “estrenos”, “terror”, “comedia” o “cine español”, además de la sección de porno, que solía estar en una esquinita tapada con una cortina, o en el mejor de los casos en una estantería en la que cartulinas o pegatinas de círculos impedían que se viesen tetillas o pirindolos en la carátula.
En los cerenta llegó el DVD, y ahora los videoclubs tenían que invertir el doble, trayendo las películas en VHS y en este nuevo formato de disco, que tardó un poquito en calar. Ahí la piratería se hacía más difícil, y requería una mayor inversión. Y más tarde el BluRay, que estará en alquiler en los pocos videoclubs que queden.
Como Tarantino, o Molly Shannon en la película ‘Superstar’, yo trabajé en un videoclub allá por 2006 durante los fines de semana para pagarme un máster de publicidad, y la verdad es que era muy divertido eso de que te preguntasen tu opinión sobre tal o cual película. Había una pareja así gotiquilla que siempre me agradecían las recomendaciones del cine de terror (recuerdo que les encantó ‘En compañía de lobos’, la revisión ochentera de Caperucita con Angela Lansbury como la abuela), y cuando algún cliente era un poquito gilipollas –por ejemplo, cuando te daba mucho por saco para no pagar un recargo por haber entregado un día después una película– yo me vengaba recomendándole la película más infumable que se me ocurriese, en plan “esta noche te vas a acordar de mí cuando tengas que quitarla, por cabrón”.
¿Y si quiero alquilar una película a las doce de la noche, cuando la tienda está cerrada, qué pasa? Eso debió pensar algún inventor, que creó unos cajeros automáticos que expedían y recibían películas las 24 horas. Además estaba muy bien porque el precio del alquiler dependía del tramo horario, y cuanto antes la devolvieses menos te cobraban.
Cuando internet comenzó a llegar a todas las casas se empezó a descargar ilegalmente películas (y también porno) como churros, y poco a poco muchísimos videoclubs bajaron la persiana para siempre. La gente había dejado de alquilar, y por tanto, de hacer caja.
Todavía hay videoclubs que resisten el chaparrón de la piratería –y del comodísimo alquiler online para que no tengas ni que mover el culo–, obligándose a sí mismos a reinventar el negocio en medida de lo posible, a veces hasta límites insospechados . En Villalvilla, en Madrid, una vez fui a un videoclub y hamburguesería a la vez, y en vez de echarte unas palomitas para ver la peli te llevabas el perrito caliente o la hamburguesa completa a casa para ponerte cerda con la excusa de ver la peli.